10 de diciembre de 2010

El valle de los desesperados

¡Tú que amando a la Muerte, vieja y recia querida,
la Esperanza engendraste... esa espléndida loca.

oh Satán, ten piedad de mi larga desdicha!


Charles Baudelaire



En lo profundo del valle de los desesperados, una mirada severa se despierta con el amanecer. A través de las ventanas sin cortinas, la luz fría del alba se esparce por el interior. Un murmullo incesante y amargo atraviesa el aire como un cuchillo que se desliza suave y amenazadoramente sobre un lienzo: en su cansada tenacidad, recuerda el cantar calmo de los grillos. Al levantarse, observa que la tormenta de la noche anterior ha pasado y que la temperatura es agradable. Sus sentidos adormecidos evocan sensaciones ya perimidas y enterradas hace largo tiempo, pero sin trazas de melancolía o añoranza suspirante; sólo, quizás, con una especie de lástima lejana, indiferente y ligeramente burlona, como la que se siente por un antiguo enemigo caído en desgracia. Se dirige hacia afuera con paso resignado; uno, dos, tres, cuatro. No, la distancia a la puerta no ha cambiado tampoco hoy. Sale, respira superficialmente. A su alrededor, la pálida multitud de siempre se amontona, concentrada en un punto, como llevada de una fuerza magnética, irresistible, para volver a separarse con rapidez; todos repiten sin pasión su farsa cotidiana, cada uno consciente de la futilidad de todo intento, pero cada uno dispuesto a perpetrar la pantomima hasta el fin. ¿Qué los motiva? No, ciertamente, clase alguna de pensamiento: todo pensar ha sido resignado tiempo atrás, cuando se comprobó sin dejar lugar a dudas la necesaria trivialidad de todo ejercicio intelectual. Nunca el pensar los había ayudado. Todo lo contrario: precisamente el pensar los había hundido, derruido, despojado de todo color y de toda vida; sólo el pensar, en fin, los había vuelto grises cáscaras, con el semblante derrotado de unos fantasmales bulevares abandonados, y arrojado en aquel cruel abismo, del que sabían que era de todo punto imposible escapar. ¿Un sentimiento, entonces, es lo que espolea sus muertos pasos de comedia? ¿La fe, quizás, o acaso la devoción? ¿O el amor, cansina combinación de ambas? Pero vanamente se buscará la causa de la rutina en tales sentimientos, pues éstos han sido decretados inoperantes y, sobre todo, inapropiados: por separado, o en su conjunto, no provocan –sabemos– más que conductas estúpidas y vergonzosas. No conducen a ningún término conveniente: sólo retienen a quienes los padecen en un limbo de incertidumbres donde nada tiene nombre, donde nada existe más allá de un alarido o un sordo eco de lágrimas, y donde, o bien un impulso ciego se impone y arrastra consigo, como un río embravecido, cualesquiera otras determinaciones o sensaciones, librando las pasiones más bochornosas y desmedidas y sometiéndolo todo a su salvaje imperio; o bien cada gesto, cada conato de acto es sopesado infinitamente en una balanza inmóvil, que jamás decidirá una acción en un sentido u otro, paralizada por un venenoso temor al rechazo o al desengaño. No: en el valle de los desesperados, lo que mueve las ánimas y arrastra los cuerpos y engaña y gobierna y encadena es la agridulce esperanza. La mirada severa contempla los ensayados movimientos, las manos inútiles que rasgan un muro que no caerá, que ni bajo mil cañones caerá; las sombras que se saben impotentes pero persisten en su absurda gesta, prolongando una existencia crepuscular, una existencia que es un círculo infinito, o un laberinto sin salidas. La esperanza los mueve, pero ellos no lo saben, sonríe la mirada severa con una sonrisa cenicienta, mueca muda y atronadora como una habitación vacía. Ellos creen estar desesperados, y con esa convicción se han abandonado en aquella escarpada prisión; pero la peor esperanza es la que no se sabe tal, la que se cree mutilada, inútil, desesperada, la que insiste e insiste llevada por la inercia que le concede la engañosa certidumbre de la perdición. La mirada severa da otra serie de pasos, se acerca a las sombras con el ritmo inconmovible de las agujas del reloj. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… El murmullo crece más y más. Imprime sus acentos aciagos a todo el ambiente: las nubes retroceden y se arremolinan en la lejanía; el viento contiene sus ásperos soplos llameantes; el anillo del horizonte queda del todo velado por la negrura sepulcral; nada parece poder sustraerse a aquella noche de las emociones, a aquel ocaso de la impresión. La mirada severa –se acerca cada vez más, casi está sumergido en ellas– sabe que tuvo la oportunidad de salvar a aquellas criaturas indolentes. Quizás habría bastado una sola palabra, una sola señal para quebrantar las cadenas de la esperanza engañada; tuvo la oportunidad, pero decidió no hacerlo. ¿Por desidia, por egoísmo, por mera indiferencia ante el destino de aquellos seres irremediablemente fuera de toda dicha o desdicha? Difícil adivinarlo. De cualquier modo, ahora es demasiado tarde. Sólo la esperanza que se cree desesperanza ata aquellas sombras al mundo. Demasiado tiempo han tenido las cadenas para formarse, y demasiado sólidas son ahora para ser rotas. Acaso la mirada severa esté, como las sombras, atada a su propia esperanza, a la esperanza de creerse sin esperanzas. Y quizás, como a ellas, es esta misma convicción la que lo encadena para siempre a sus propios repetidos pasos. Uno, dos, tres, cuatro…

13 de agosto de 2010

The Smiths - Strangeways... Here We Come (1987)

Texto publicado originalmente en la revista online Spazz



Tras la publicación del monumental The Queen Is Dead, que según la sentencia popular representa la indiscutible cumbre musical del conjunto de Manchester, los talentos aunados de Morrissey y Marr se dispusieron a componer y grabar el álbum que luego proclamarían, en claro desapego de todas las normas aceptadas de demagogia, su verdadero momento definitorio, el trabajo donde todas las fuerzas compositivas, líricas e interpretativas de los Smiths se funden en una visión común y dan forma a una obra de arte inmaculada, de carácter excepcional, de esas que están destinadas a perdurar en la memoria de los hombres por siglos, mientras exista en sus corazones el recuerdo y el amor por la música. O al menos, a que no se las olvide en cuanto desaparezcan del top 10 de Billboard..

¿Es justificada esta pretensión? ¿Logra efectivamente Strangeways, Here We Come, el álbum resultante de ese último esfuerzo discográfico del grupo, colmar las expectativas despertadas por una banda que procuraba enriquecer su estilo con más matices que nunca, experimentar con nuevos sonidos y relieves y así superar a su disco más aclamado hasta la fecha? Los pareceres son encontrados. Hay quienes asienten y opinan que, ciertamente, el disco que sería inesperadamente el último de la breve carrera de la banda constituye su mejor momento y una obra maestra extraordinaria de la talla de, por ejemplo, los mejores trabajos de Orchestral Manoeuvres in the Dark. Para otros, en cambio, Strangeways resulta evidencia palmaria del estado de tensión en que se encontraba el grupo en ese momento, y ofrece una calidad inferior a la de los tres álbumes anteriores, convirtiéndose así en el disco “flojo” del conjunto. Otros, gente reflexiva y mesurada (algunos dirían “pusilánime”: yo prefiero conservar aún ciertos rastros de urbanidad léxica), se ubican en un punto medio y lo consideran un interesante, si no esencial, aporte al legado smithsoniano. Hay todavía otros, que en su vida escucharon el disco y creen que "Bigmouth Strikes Again" es la secuela de la aclamada película erótica Deep Throat. Pero no corresponde a nosotros ocuparnos de tan anodina población.

El autor no es amigo de plasmar sus opiniones y pasiones en sus escritos, dedicado como está a la objetividad pura y la búsqueda incansable de la verdad científica. De modo que repasará detalladamente los méritos y vicios objetivos y empíricamente irrefutables que pueden encontrarse en el trabajo discográfico que hoy lo ocupa. Comenzará por destacar especialmente la sorprendente variedad que se encuentra en las canciones, que por otro lado están hiladas de tal modo que componen una entretenida seguidilla donde cada pieza no tiene mucho que ver con la que le sigue y la que la precede, pero que pese a todo coexiste con ellas en algún tipo de unidad coherente. A los ejemplos me remito: el espectral pop con aroma music-hall de “A Rush and a Push and the Land Is Ours” (con una gloriosa interpretación vocal de Morrissey, que pasa del susurro al gruñido o a una suplicante melancolía en cuestión de segundos) no guardará gran relación con la eufórica distorsión de “I Started Something I Couldn't Finish”, ni ésta con la oscura y perturbadora “Death of a Disco Dancer”, que puede vanagloriarse de unos de los mejores finales en una canción de los Smiths, con una progresión instrumental sencilla, casi idiota, que logra sin embargo poner los pelos de punta a más de uno (literalmente: cuento con información estadística confiable, y este fenómeno ha sido verificado en al menos dos personas), y así sucesivamente, pero aun así la transición entre una y otra se escucha siempre natural y fluyente, nunca forzada ni... ¿influyente?. En fin, ya saben a qué me refiero... las canciones suenan bastante bien todas juntitas.

En un recuento de los mejores temas, imposible olvidar la inolvidable melodía de “Stop Me If You Think You've Heard This One Before”, el trágico y sumamente emotivo desarrollo de “Last Night I Dreamt That Somebody Love Me” (en una palabra, la “I Know It's Over” del disco) y el cierre, de una belleza frágil y casi inverosímil, de la mano de la fugaz “I Won't Share You”. “Paint a Vulgar Picture”, por su parte, cuenta con una inteligente letra que ironiza sobre las innumerables reediciones de canciones que fraguan las compañías discográficas en generoso interés del arte y la difusión de la cultura, además de uno de los mejores solos de guitarra de Marr con la banda, y “Girlfriend in a Coma” es un pegadizo single cuya agria letra contrasta con una base musical alegre y despreocupada. “Unhappy Birthday” y “Death at One's Elbow”, finalmente, son los números que menos destacan, pero ambos son competentes y agradables y no desentonan entre las excelentes canciones que las rodean.

Cuando no quedan más cosas por decir, lo razonable es cortar por lo sano y detener el flujo de la expresión antes de que comiencen a dejarse ver las palabras superfluas. En este caso, sólo resta dejar aquí asentada la absoluta y categórica genialidad de Strangeways, Here We Come. Distinto a sus predecesores, pero conservando la identidad de la banda intacta; heterogéneo y caótico, pero sólido y cohesivo, mordaz y exultante, luminoso y profundo, maduro y sombrío, el último álbum de estudio de los Smiths representa la cuarta prueba irrebatible de la grandeza e importancia del conjunto inglés. Ya ven, humano soy, y como tal soy también pasible de ceder en casos que lo ameritan a los ciegos y anticientíficos impulsos de la pasión. Éste es uno de esos casos: no me queda, pues, sino alinearme decidido junto a los amantes declarados del inmenso Strangeways.

9 de julio de 2009

Las sombras de Poe

Que procedas del cielo o del infierno, qué importa,
¡Oh, Belleza! ¡monstruo enorme, horroroso, ingenuo!
Si tu mirada, tu sonrisa, tu pie me abren la puerta
De un infinito que amo y jamás he conocido.

Charles Baudelaire


Tal vez el rasgo de la obra de Edgar Allan Poe (Boston, 1809 - Baltimore, 1849) que presenta más interés al público lector del siglo XXI sea su incansable y aguda exploración de la psicología humana, de sus profundidades más subterráneas e inconfesables, de todo aquello, oscuro y perverso, que subyace al mundo racionalmente organizado que el hombre se crea para sí mismo, con el objetivo desesperado de ocultarse a la vista los furtivos elementos de su existencia que no encajan en este meticuloso esquema. Sus cuentos y poemas indagan, con una fortuna de que pocos pueden vanagloriarse, en este mundo inconsciente de fantasmas y sombras, acercándolas a la luz y desnudándolas frente al lector: de este modo, Poe lo ubica, desamparado, cara a cara con sus propios demonios.
Este afán de iluminar, de desocultar, de enfocar lo soslayado y apartado de la vida cotidiana, es puesto en juego en la convicción de que no es posible alcanzar el máximo grado de belleza en el arte sin un componente de extrañeza, y esto llevó a Poe a sumergirse, en gran parte de su obra, en el género fantástico, lo que le permitió tomar y combinar con considerable libertad los materiales que tenía a su disposición para la composición de sus cuentos, sin necesidad de sujetarse a las severas restricciones que la verosimilitud impone a los hechos exhibidos, lo cual habría resultado, acaso, en un empobrecimiento de su efecto.
El mundo físico que presenta Poe en su obra se comprueba inescindible de sus temáticas: en la construcción de sus escenarios, el escritor estadounidense se apropia de elementos de la tradición gótica, tiñéndolos de su propia visión artística y añadiendo componentes grotescos (es decir, que combinan de forma caótica elementos de varios planos disímiles, a veces presentando la figura humana de forma burlesca, antinatural), para conseguir un grado supremo de expresividad del ambiente, en el que se conjugan los célebres castillos en ruinas, los sombríos paisajes crepusculares de árboles marchitos y aguas estancadas, los recónditos pasillos medievales; y moviéndose en esos tétricos espacios, la galería de personajes aristocráticos desencantados de la vida, signados por la desgracia y la desesperación, a veces carcomidos por el deseo de venganza, otras, vencidos por la culpa o el horror. Esta impresionante ambientación, llevada a cabo con maestría inusual, retrata a la perfección el mundo de ambigüedad y terror, que se ubica entre el sueño y la vigilia, a medio camino entre la cordura y la locura, en el abismo entre la vida y la muerte, que Poe pretende desentrañar.
En sus cuentos fantásticos (la especificación es válida, puesto que Poe ha también incurrido en la cuentística de raciocinio, fundando el género policial clásico con el relato “Los crímenes de la calle Morgue” y su detective aficionado Auguste Dupin, que tendría ilustres seguidores, notablemente Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes) son temas recurrentes el estado de muerte en vida, la deshumanización del hombre, la pérdida del ser amado y la locura como circunstancia incipiente en todos los hombres. En “La caída de la casa de Usher”, una hermana enterrada viva, símbolo quizás del inconsciente sepultado por la conciencia, vuelve de la muerte para traer la ruina y el horror; en “William Wilson”, el narrador es hostigado a lo largo de toda su vida por un personaje, como una sombra punitiva, que, como se revela al final, no es sino su doble exacto, acaso él mismo, y a quien, en su exacerbación, asesina, para caer también él en la perdición; en “Ligeia”, la amada muerta del narrador se sobrepone a su destino fatal para reencarnarse en el cuerpo de la nueva esposa; en “El corazón delator”, los fantasmas del homicidio se vuelven insoportables al perpetrador del crimen y lo inducen a una desesperación que lo lleva a delatarse a sí mismo.
Observamos, pues, en estos escuetos ejemplos, la obsesión de Poe por acciones extraordinarias, ejecutadas por personajes sombríos, en situaciones límite, bajo el embotamiento de emociones desmedidas, atormentados por la culpa, la demencia o el amor perdido. A través de elementos tan poco visitados por la literatura de su siglo, eminentemente realista, Poe supo capturar todo lo que de irracional y tenebroso tienen la mente y el alma humanas, y tuvo decididamente un ascendiente fundamental para gran parte de la creación artística de su época y la subsiguiente: autores tan disímiles como el francés Charles Baudelaire y el argentino Jorge Luis Borges lo citan entre sus influencias, y es fácil adivinar que, sin la descarnada y original exposición que realizó el escritor estadounidense de los umbríos mundos despreciados por el costado racional de la mente, otro habría sido el destino de gran parte de la literatura posterior (basta pensar en géneros como la ciencia ficción), e incluso de disciplinas externas al ámbito literario, como el psicoanálisis. No es ocioso alegar, en efecto, que antes de su formulación discursiva por Sigmund Freud, los cuentos y poemas de Poe, a su modo, habían ya vislumbrado las escarpadas complejidades del inconsciente humano.

28 de abril de 2009

Segundo intento


UN MOMENTO



Everybody’s making love or else expecting rain
And the Good Samaritan, he’s dressing
He’s getting ready for the show
He’s going to the carnival tonight
On Desolation Row

Bob Dylan


El crepúsculo que siguió (¿o precedió? ¡Tiempo, invento tan confuso, tan vago y artificial concepto!) al día de la rutinaria tragedia se agazapaba por entre las opacas barras de una cortina desvaída mientras Eunice quedaba indefinidamente arrellanada sobre una silla de frío acero, con la mirada fija y pletórica de decisión, pero desorientada, como escudriñando el paisaje en busca de un objeto que acaparase su ávida atención. El panorama que se le entregaba sumiso no exhibía ningún rasgo plausible de desesperación o tristeza; su alma no estaba apagada, sino sólo rendida. Sus pálidas manos no temblaban; su expresión no estaba crispada; su postura, aunque hablaba de cierta afectación, no carecía de calma altivez. La última luz del sol imprimía tonos melancólicos, ya sombríos, ya dotados de un plácido resplandor, a todo aquello en lo que se posaba. Las nubes, que amenazaban deshacerse ante la influencia del viento y el reflejo celeste, parecían detenidas en la contemplación del incierto espectáculo que se desenvolvía –que se estancaba– debajo de sus precarias formas. La escena recordaba a la quietud misteriosa de un lago ensombrecido por algún árbol de contemplativa lobreguez.
¡Quién pudiera penetrar la más honda intimidad de aquel instante! Todo era incertidumbre: la escena se debatía incesante y monótonamente al filo de un abismo desconocido y pertenecía, acaso, al dominio de los márgenes, del límite irresoluto entre campos opuestos o correlativos (no es más que una tribulación del raciocinio pretender una escisión definitiva entre estos conceptos). El momento en su inmensa y dudosa totalidad metaforizaba con ominosa fidelidad el postulado de quienes niegan la esencia y proclaman la diferencia como motor del indeciso tejido de indeterminaciones y formas vagas que constituye lo que algunos necios o ingenuos incurables han llamado realidad.
Eunice, inmóvil silueta, redoma de emociones contenidas, no era sino un delicado e ínfimo detalle en la implacable vastedad de aquella pintura. Sus evocaciones de las horas pasadas surgían como de un ensueño, y sin embargo se revelaban de materialidad casi más sólida en el gris ambiente que los rasgos ingrávidos de la joven. Recuerdos florecían de caprichosas figuras colgadas, de amplios pastizales de un marrón otoñal, de ambulancias que escapaban de un temor sordo, de carnavales estridentes, de motines y marineros, de vacíos adoquines carcomidos por incesantes susurros, de un sosiego y una inquietud vacilante pero perpetua. Alrededor de Eunice, los objetos adquirían, asimismo, la naturaleza volátil que pertenece a la memoria y los sueños.
¿Era calma? ¿Era espantosa agitación? ¿Era acaso niebla lo que velaba a Eunice las impresiones de sus sentidos? Su humanidad se insensibilizaba como consecuencia del efecto inexpresable que conjuraba la sutil sombra de un momento que era vacilación, que era orfandad de sentido. El sonido estaba apagado. La luz crepuscular se atenuaba y parecía emprender una impasible retirada, pero la ciega confusión de la penumbra no aparentaba ganar terreno. Sólo la indefinición elevaba su difuso estandarte.
Entonces, en algún momento (si anterior o posterior, corresponde al terreno de la conjetura), cuando el horizonte vespertino se tornaba borroso y ansiaba emular la iridiscencia del agua tornasolada, una cuerda vibró, una ráfaga sopló, una hoja cayó y un dedo de la pálida mano se movió. La ventana detrás de la dudosa figura reflejaba una sombra. Alguien –si aún era alguien– suspiró veintidós años.
La mano se tomó de la baranda con una convulsión, pensando en un dios o una culpa, y el suspiro se precipitó levemente al vacío.

12 de enero de 2009

Baratija

Extracto de "Boludeo en compus ajenas" (2007), en Lo que es estar al pedo, Tomo II, Ed. Waterloo Afternoon, Buenos Aires.


¿Quién sino Dios tiene potestad para el establecimiento del ser o no ser de algo? Establecer es definir una esencia, determinar una existencia y distinguir un atributo. Aun la oscuridad retraída en el interior de una caverna se conserva a sí misma.
Y sin embargo, Dios no brinda su mecenazgo a cada mutación, cada decisión, cada cambio de ruta, cada eterna caída en el abismo de la libertad. Pues no es otra cosa que esa irreductible desprotección lo que nos permite decidir ser quienes somos: estiramos los brazos y las piernas, forzamos la vista al límite de sus capacidades y penetramos todo cuanto es capaz nuestra alma, pero al final todo es vacío.
Dios es Todo, pero, a la inversa, todo es Dios. El feroz vacío que se cierne sobre nosotros no es en realidad vacío; al menos, no lo es más de lo que tú o yo somos vacío. Recuerda: la iluminación de la gracia instiga al ser a ser como es, y mantiene al no ser en el terreno del no ser. La inefable desprotección que mencionas no es sino el más grandioso de los cobijos.
En este punto, hay que separar las concepciones que guardamos de Dios. Mi Dios no da órdenes sino pautas; no empuja a sus hijos a su destino, los guía hacia las encrucijadas. Así enseña, y así también Él mismo aprende. Porque yo no comulgo con la ridícula caricatura que algunos sostienen de Dios, según la cual Él, desde su trono divino, actúa como severo Juez que castiga la más mínima desviación del camino prescripto. No, porque no existe tal camino. Existe, más bien, una infinidad de puntos siempre confluyentes y siempre disgregados, que cada uno recorrerá hasta formar el complejo entramado de la vida.
Tu Dios es demasiado débil y vago, demasiado difuso, demasiado humano para ser Dios. El concepto de Dios encierra más cosas de las que tal vez ni siquiera podamos soñar con abarcar haciendo uso de nuestro limitado espíritu; pese a ello, veo claro que a él pertenecen la Suprema Autoridad, en tanto Creador del Universo, y la Sabiduría Infalible, en tanto Mente Eterna a la que todo vuelve. ¿No es aún transparente mi decir? Pues escucha: existe un camino, amigo, y Dios es quien lo traza.
Te ruego que velemos, como si de un precioso tesoro se tratase, porque nos dirijamos sin obstáculos ni desvíos al punto que nos concierne. ¿Cuál es la manera indicada? Aquella que cada individuo elige, en determinada situación, bajo diferentes estímulos, con ciertas restricciones, seguramente guiado por algún interés y sin duda oprimido por su inseguridad. Y esa manera indicada será, o no, la más propicia acorde a las circunstancias que acabo de mencionar, pero habrá sido decidida por el individuo, haciendo pleno uso del divino don del libre albedrío, y él será el pleno responsable de las consecuencias de su decisión.
¡Oh, infame soberbia! ¡Oh, mortal azote del hombre, serás su ruina y perdición! ¿Pretendes, pues, ser responsable de algo tan inasible como las consecuencias de un acto humano? Sabes tan bien como yo que la realidad es infinitamente más ininteligible que eso. Supuesto que eres tú quien toma la decisión y escoge el camino a seguir, ¿quién es el verdadero autor de aquello que antecede y sigue a esa decisión? En esas condiciones, ¿puede decirse que cada individuo está detrás de su decisión? A mi entender, el ínfimo individuo no es más que un punto perdido en la extensa y confusa representación artística que es el mundo.
¡Basta ya!, acabemos la discusión de una vez. Conformémonos, por el momento, con seguir adquiriendo la banal sapiencia que nos regala el maravilloso artefacto que tenemos frente a nosotros. Los comerciales casi terminaron.



Videillos para la ocasión: primero, "Dear God" de XTC; después, "My God" de Jethro Tull. No se los tomen muy en serio tampoco.







8 de diciembre de 2008

I read the news today, oh boy




El recuerdo de fechas significativas corre el riesgo de ser superfluo, incluso vacío, si se torna simple decantación de vanas idolatrías iconográficas, si pretende trascender o ignorar la profunda humanidad de la obra de un artista. En una situación semejante, el nuevo beato pasa a ser alguna clase de figura metafísica, suprahumana, pero a la vez vergonzosamente transcripta a una mera caricatura en el frente de una remera.

Propongo prescindir de trilladas apologías, odas, elegías, y apegarnos a homenajes más cercanos. Lejos quedó el sueño del Verano del Amor, lejos las ilusiones de una música que pudiera cambiar el mundo, lejos los ideales de reencontrarse con un paraíso mil veces perdido; hoy sabemos que todo aquello fue tanto engaño como necesaria ilusión. Pero no desaparecen -no mientras conservemos el último rastro de candidez- ni las ideas ni la esperanza compartidas, patrimonio de los jóvenes de los soleados '60 tanto como nuestro: John simplemente fue uno de estos jóvenes. Que, además, compuso y cantó canciones que no sólo reflejaron como pocas un tiempo y sus inquietudes y algunos grandes temas de valor universal, sino que, sobre todo, no han dejado de ser aplastantemente hermosas.

Qué mejor, pues, que dejar que las canciones se hundan, una vez más, bajo la piel, y recordar a John Lennon -el hombre- como su autor.



Mind Games (1973)





Yer Blues (con algunos tipejos cualunques)





#9 Dream (1974)





Happiness Is A Warm Gun (1968)

15 de noviembre de 2008

A ver... [Actualizado con 'Comentarios a Álbumes']

..., acabo de rendir el segundo y último parcial de Lingüística General. Debería dar inicio a una maratón de día y medio, en que mis más feroces competidores son un puñado de oraciones de griego clásico, en que la meta, el clímax, es un nuevo parcial en un aula de mi querida Facultad de Filosofía y Letras -"Filo" o "Puán", ubicada en Puán al 400- bautizada, arriesgo que por las masas estudiantiles, "Boquitas", en honor, creo, al -recordarán quienes hayan egresado conmigo del ya lejano Pelle- soporífero libro de nuestro muy argentino autor Manuel Puig, quien estudió, aunque no estoy seguro de si también dio clases, en la mencionada Facultad.
Luego de este otro examen -ese que todavía no rendí, ese para el que no estoy preparado, ese que me gustaría no rendir-, e impulsados por cierta fuerza inercial del porvenir, que atrae hacia sí todo momento presente, nos vemos -mi diluido cerebro y yo- transportados, diría arrojados, hacia una nueva instancia triatlónica consistente en evidenciar oralmente ante alguna autoridad -constituida tal por el mismo proceso al que nos estamos viendo sometidos mi socavado cerebro y yo- que en efecto leí todo lo que dicha autoridad me instigó a leer. Si entendí, pues eso constituye jurisdicción de otro árbitro, acaso yo mismo. Nosotros mismos, mi agotado cerebro y yo. Amo mi carrera.


El audaz y arrebatado prolegómeno anterior, ramificado y autodesarrollado sobre la marcha, es un buen ejemplo de lo que se conoce como "stream of consciousness", e iba simplemente a que, como excusa para no empezar a practicar la bendita lengua de Solón -¿por qué nunca nadie recuerda al padre de la democracia ateniense, y por ende, occidental?-, actualizo el blog.
Les dejo un par de álbumes, los invito a que los escuchen y, si así lo desean, escribir dos palabras sobre alguno de ellos. Yo en algún momento haré lo propio [hecho; tampoco me gasté mucho que digamos].


Aladdin Sane (David Bowie) (1973)

Otra de las razones para aplaudir al Camaleón: a la hora de enfrentarnos con “Aladdin Sane”, su sexto álbum de estudio, estamos hablando de una música especial, fresca como pocas y a la vez opresiva, pantanosa, insoportablemente urbana, demoníaca. Increíble el aura mística-decadente que se respira a lo largo de todo el álbum, que serpentea por diversos géneros, cosechando, por lo demás, escandalosos éxitos en cada uno de ellos: rockea a todo trapo en ‘Watch That Man’, coquetea con una psicodelia oscura y lujuriosa en la pista titular, se manda grooves bluseros inhumanos en ‘Cracked Actor’ y ‘The Jean Genie’ y nos embarga de una belleza asfixiante en ‘Lady Grinning Soul’… Escuchar, escuchar es la clave, y dejarse llevar.

Court & Spark (Joni Mitchell) (1974)

Uno de esos discos quintaesencialmente hermosos, que nunca cansan, que uno tiene ganas de escuchar en todo momento, pero sobre todo en esos tiempos de reflexión íntima, cuando exploramos rincones secretos y olvidados de nuestro interior; en particular, se me ocurre, es ideal para acompañar tardes solitarias, de sobrecogedores autodescubrimientos, acaso de terribles conclusiones, de decisiones definitivas. La voz de Joni es ideal para susurrarnos sus verdades en esos momentos; en cuanto a la música, pues el buen gusto de que se precia esta cosa es de no creer: ya sea con un sencillísimo pero demoledor piano de fondo (en la canción que abre el álbum y le da título), con centelleantes rasgueos de acústica (‘People’s Parties’) o cuando pela la eléctrica y escupe ‘Raised On Robbery’, la canadiense te conmueve; esto es, en una palabra, música inmortal.

Remain In Light (Talking Heads) (1980)

Este disco es cosa de locos. Literalmente; de un loco como David Byrne, pero también para locos: me cuesta imaginar una persona por completo cuerda que pueda engancharse con música así. Música que, aclaro desde ahora y para siempre, es humanamente indescriptible. Vagos intentos de comentarla, sin embargo, son lícitos: el sonido de “Remain In Light” es un rito tribal, una masa machacona y funky, plena de cánticos voluptuosos pergeñados para alimentar nuestro costado más sofisticado y, a la vez, entretener nuestro yo más primitivo y salvaje. Hay ritmos complejísimos –tanto que cuesta acostumbrarse– pero siempre efectivos, apabullantes armonías vocales, estribillos pegadizos como el que más, y, para coronarlo todo, una performance grupal que es para sacarse el sombrero. Los Talking Heads hicieron acá algo groso, algo verdaderamente seminal.

Murmur (R.E.M.) (1983)

Se sorprenderán de esta elección. Pasa que, por más que el mundo no esté aún enterado, Stipe y compañía son bastante más que ‘Everybody Hurts’ y ‘Losing My Religion’. Temas que están bien, pero, a mi juicio, no llegan a las alturas que supieron alcanzar en sus gloriosas épocas tempranas. Este disco en particular –el debut en larga duración– parece un puto compilado de temazos. Todos y cada uno de los temas tienen algo que ofrecer: un break de guitarras por acá, algún inolvidable gancho vocal más allá, más de un brillante riff acústico dando vueltas. Los decibeles se mantienen bajos de principio a fin; ningún tema rockea claramente, y para colmo, la voz-murmullo del cantante -haciendo honor al título del álbum- hace que todo parezca estupendo para una buena siesta, pero de alguna manera, la banda hace maravillas por todos lados. Y el que no me crea, remítase sencillamente a escuchar un ‘Radio Free Europe’, un ‘Talk About The Passion’, un ‘Shaking Through’, y que intente no estremecerse de emoción.


The Queen Is Dead (The Smiths) (1986)


El disco fundamental de esta bandita de baratos imitadores de los Byrds. Al diablo con él.
Sí…, algo así diría si esta cosa no fuera condenadamente genial. Reconozco que tardó en pegarme: por mucho tiempo, escuchaba esta seguidilla de inofensivas viñetas confesionales y me preguntaba, desesperado: ¿Esto es la obra maestra que todos pregonan? Carajo, estaré loco, o sordo, o me habré vuelto finalmente estúpido, pero me pierdo lo verdaderamente groso acá. Bueno, algo así pensaba, hasta que un día me puse a escuchar con detenimiento la seguidilla en cuestión, y, sin previo aviso, pude apreciar el abrumador atractivo de los arreglos, la belleza sutil de las melodías, la humilde perfección del tono embrujado que saca Marr de su guitarra. Además, me di cuenta de que ‘Bigmouth Strikes Again’ es un himno total del rock, y de que el quiebre eléctrico antes del estribillo es una de las cosas más increíbles que le pueden pasar a un par de oídos mortales. Eso, nomás.


Disintegration (The Cure) (1989)

Lejos de cansar, ‘Disintegration’ te va absorbiendo, chupando, cada vez más y más, hasta que quedás completamente enamorado de su imponente atmósfera. Ok, será más depresiva que ‘Kid A’ y ‘The Wall’ juntos, pero hay que ver QUÉ atmósfera depresiva consiguen Smith y sus muchachos. Los sonidos se articulan, tranquilamente, uno a uno, se apilan, se entrecruzan, fluyen por sus cauces, derivan por todos los resquicios de la imaginación, hasta que configuran una inimitable y majestuosa pintura sónica de la más formidable solemnidad y belleza. Es, realmente, como una aplanadora sinfónica que aplasta los sentidos sin piedad y avanza sobre el alma, empequeñeciéndonos. No hablemos ya de canciones –esto no es desarticulable en sus partes componentes–, sino de la impagable experiencia que entreteje el conjunto: la límpida profundidad que subyace a esta música que, recordemos, es ejecutada por sólo una banda de rock, es todo menos explicable. Como siempre, invito con humildad a empaparse los sentidos con este ritual cuasi-religioso elaborado de sonidos.

The Mollusk (Ween) (1997)

El dúo-parodia Ween es una de esas bandas de culto que definitivamente no suenan muy a menudo en la radio, pero que guardan un par de sorpresas agradables para quien se sumerja en su discografía. Dejo acá su obra más reputada –entre nerds musicales, que son los únicos que la conocen–, la cual, si bien no es el álbum más consistente de que tenga noticia, aborda una variedad de humores, estilos y arreglos que da gusto. La enigmática ‘Mutilated Lips’, la progresiva ‘Buckingham Green’, la extravagante ‘Polka Dot Tail’, la bellísima ‘It’s Gonna Be (Alright)’ o la resonante rendición de ‘Cold Blows The Wind’ son algunos de los pilares de este disco que parece realmente singular en el contexto de la época en que salió. Y sí, es cierto que los bufones estos pueden a veces sonar muy retro –tal vez por eso me gustan–, pero el toque personal, la vibra moderna, está. Ahí está su sello distintivo. Yo, por lo menos, no imagino a ninguna de mis bandas preferidas de los ‘60 titulando a un tema ‘Waving My Dick In The Wind’.

Yoshimi Battles The Pink Robots (The Flaming Lips) (2002)

Ya lo comentó Pablo: “Yoshimi” es como una droga. Otro que incorpora, a cierto regusto de rock clásico, ínfulas electrónicas y valores de producción más contemporáneos que vienen como anillo al dedo. ¿Cómo imaginarse ‘Fight Test’, ‘Do You Realize?’, ‘It’s Summertime’ sin de sus detalles modernosos? Yo no puedo. Sin hablar de que cada una de estas canciones, más allá de adornos y embellecimientos –los que, si queremos ser esencialistas, no pueden sino quedar fuera de consideración–, es una tremenda gema melódica en sí misma, adictiva a más no poder, que pasará días enganchada a su cerebro cual piojo al cuero cabelludo –¡qué metáfora eh!; tiembla Andy–. Imposible resistirse. [wow, qué pocas ganas que tengo de escribir a esta altura]