10 de diciembre de 2010

El valle de los desesperados

¡Tú que amando a la Muerte, vieja y recia querida,
la Esperanza engendraste... esa espléndida loca.

oh Satán, ten piedad de mi larga desdicha!


Charles Baudelaire



En lo profundo del valle de los desesperados, una mirada severa se despierta con el amanecer. A través de las ventanas sin cortinas, la luz fría del alba se esparce por el interior. Un murmullo incesante y amargo atraviesa el aire como un cuchillo que se desliza suave y amenazadoramente sobre un lienzo: en su cansada tenacidad, recuerda el cantar calmo de los grillos. Al levantarse, observa que la tormenta de la noche anterior ha pasado y que la temperatura es agradable. Sus sentidos adormecidos evocan sensaciones ya perimidas y enterradas hace largo tiempo, pero sin trazas de melancolía o añoranza suspirante; sólo, quizás, con una especie de lástima lejana, indiferente y ligeramente burlona, como la que se siente por un antiguo enemigo caído en desgracia. Se dirige hacia afuera con paso resignado; uno, dos, tres, cuatro. No, la distancia a la puerta no ha cambiado tampoco hoy. Sale, respira superficialmente. A su alrededor, la pálida multitud de siempre se amontona, concentrada en un punto, como llevada de una fuerza magnética, irresistible, para volver a separarse con rapidez; todos repiten sin pasión su farsa cotidiana, cada uno consciente de la futilidad de todo intento, pero cada uno dispuesto a perpetrar la pantomima hasta el fin. ¿Qué los motiva? No, ciertamente, clase alguna de pensamiento: todo pensar ha sido resignado tiempo atrás, cuando se comprobó sin dejar lugar a dudas la necesaria trivialidad de todo ejercicio intelectual. Nunca el pensar los había ayudado. Todo lo contrario: precisamente el pensar los había hundido, derruido, despojado de todo color y de toda vida; sólo el pensar, en fin, los había vuelto grises cáscaras, con el semblante derrotado de unos fantasmales bulevares abandonados, y arrojado en aquel cruel abismo, del que sabían que era de todo punto imposible escapar. ¿Un sentimiento, entonces, es lo que espolea sus muertos pasos de comedia? ¿La fe, quizás, o acaso la devoción? ¿O el amor, cansina combinación de ambas? Pero vanamente se buscará la causa de la rutina en tales sentimientos, pues éstos han sido decretados inoperantes y, sobre todo, inapropiados: por separado, o en su conjunto, no provocan –sabemos– más que conductas estúpidas y vergonzosas. No conducen a ningún término conveniente: sólo retienen a quienes los padecen en un limbo de incertidumbres donde nada tiene nombre, donde nada existe más allá de un alarido o un sordo eco de lágrimas, y donde, o bien un impulso ciego se impone y arrastra consigo, como un río embravecido, cualesquiera otras determinaciones o sensaciones, librando las pasiones más bochornosas y desmedidas y sometiéndolo todo a su salvaje imperio; o bien cada gesto, cada conato de acto es sopesado infinitamente en una balanza inmóvil, que jamás decidirá una acción en un sentido u otro, paralizada por un venenoso temor al rechazo o al desengaño. No: en el valle de los desesperados, lo que mueve las ánimas y arrastra los cuerpos y engaña y gobierna y encadena es la agridulce esperanza. La mirada severa contempla los ensayados movimientos, las manos inútiles que rasgan un muro que no caerá, que ni bajo mil cañones caerá; las sombras que se saben impotentes pero persisten en su absurda gesta, prolongando una existencia crepuscular, una existencia que es un círculo infinito, o un laberinto sin salidas. La esperanza los mueve, pero ellos no lo saben, sonríe la mirada severa con una sonrisa cenicienta, mueca muda y atronadora como una habitación vacía. Ellos creen estar desesperados, y con esa convicción se han abandonado en aquella escarpada prisión; pero la peor esperanza es la que no se sabe tal, la que se cree mutilada, inútil, desesperada, la que insiste e insiste llevada por la inercia que le concede la engañosa certidumbre de la perdición. La mirada severa da otra serie de pasos, se acerca a las sombras con el ritmo inconmovible de las agujas del reloj. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… El murmullo crece más y más. Imprime sus acentos aciagos a todo el ambiente: las nubes retroceden y se arremolinan en la lejanía; el viento contiene sus ásperos soplos llameantes; el anillo del horizonte queda del todo velado por la negrura sepulcral; nada parece poder sustraerse a aquella noche de las emociones, a aquel ocaso de la impresión. La mirada severa –se acerca cada vez más, casi está sumergido en ellas– sabe que tuvo la oportunidad de salvar a aquellas criaturas indolentes. Quizás habría bastado una sola palabra, una sola señal para quebrantar las cadenas de la esperanza engañada; tuvo la oportunidad, pero decidió no hacerlo. ¿Por desidia, por egoísmo, por mera indiferencia ante el destino de aquellos seres irremediablemente fuera de toda dicha o desdicha? Difícil adivinarlo. De cualquier modo, ahora es demasiado tarde. Sólo la esperanza que se cree desesperanza ata aquellas sombras al mundo. Demasiado tiempo han tenido las cadenas para formarse, y demasiado sólidas son ahora para ser rotas. Acaso la mirada severa esté, como las sombras, atada a su propia esperanza, a la esperanza de creerse sin esperanzas. Y quizás, como a ellas, es esta misma convicción la que lo encadena para siempre a sus propios repetidos pasos. Uno, dos, tres, cuatro…

13 de agosto de 2010

The Smiths - Strangeways... Here We Come (1987)

Texto publicado originalmente en la revista online Spazz



Tras la publicación del monumental The Queen Is Dead, que según la sentencia popular representa la indiscutible cumbre musical del conjunto de Manchester, los talentos aunados de Morrissey y Marr se dispusieron a componer y grabar el álbum que luego proclamarían, en claro desapego de todas las normas aceptadas de demagogia, su verdadero momento definitorio, el trabajo donde todas las fuerzas compositivas, líricas e interpretativas de los Smiths se funden en una visión común y dan forma a una obra de arte inmaculada, de carácter excepcional, de esas que están destinadas a perdurar en la memoria de los hombres por siglos, mientras exista en sus corazones el recuerdo y el amor por la música. O al menos, a que no se las olvide en cuanto desaparezcan del top 10 de Billboard..

¿Es justificada esta pretensión? ¿Logra efectivamente Strangeways, Here We Come, el álbum resultante de ese último esfuerzo discográfico del grupo, colmar las expectativas despertadas por una banda que procuraba enriquecer su estilo con más matices que nunca, experimentar con nuevos sonidos y relieves y así superar a su disco más aclamado hasta la fecha? Los pareceres son encontrados. Hay quienes asienten y opinan que, ciertamente, el disco que sería inesperadamente el último de la breve carrera de la banda constituye su mejor momento y una obra maestra extraordinaria de la talla de, por ejemplo, los mejores trabajos de Orchestral Manoeuvres in the Dark. Para otros, en cambio, Strangeways resulta evidencia palmaria del estado de tensión en que se encontraba el grupo en ese momento, y ofrece una calidad inferior a la de los tres álbumes anteriores, convirtiéndose así en el disco “flojo” del conjunto. Otros, gente reflexiva y mesurada (algunos dirían “pusilánime”: yo prefiero conservar aún ciertos rastros de urbanidad léxica), se ubican en un punto medio y lo consideran un interesante, si no esencial, aporte al legado smithsoniano. Hay todavía otros, que en su vida escucharon el disco y creen que "Bigmouth Strikes Again" es la secuela de la aclamada película erótica Deep Throat. Pero no corresponde a nosotros ocuparnos de tan anodina población.

El autor no es amigo de plasmar sus opiniones y pasiones en sus escritos, dedicado como está a la objetividad pura y la búsqueda incansable de la verdad científica. De modo que repasará detalladamente los méritos y vicios objetivos y empíricamente irrefutables que pueden encontrarse en el trabajo discográfico que hoy lo ocupa. Comenzará por destacar especialmente la sorprendente variedad que se encuentra en las canciones, que por otro lado están hiladas de tal modo que componen una entretenida seguidilla donde cada pieza no tiene mucho que ver con la que le sigue y la que la precede, pero que pese a todo coexiste con ellas en algún tipo de unidad coherente. A los ejemplos me remito: el espectral pop con aroma music-hall de “A Rush and a Push and the Land Is Ours” (con una gloriosa interpretación vocal de Morrissey, que pasa del susurro al gruñido o a una suplicante melancolía en cuestión de segundos) no guardará gran relación con la eufórica distorsión de “I Started Something I Couldn't Finish”, ni ésta con la oscura y perturbadora “Death of a Disco Dancer”, que puede vanagloriarse de unos de los mejores finales en una canción de los Smiths, con una progresión instrumental sencilla, casi idiota, que logra sin embargo poner los pelos de punta a más de uno (literalmente: cuento con información estadística confiable, y este fenómeno ha sido verificado en al menos dos personas), y así sucesivamente, pero aun así la transición entre una y otra se escucha siempre natural y fluyente, nunca forzada ni... ¿influyente?. En fin, ya saben a qué me refiero... las canciones suenan bastante bien todas juntitas.

En un recuento de los mejores temas, imposible olvidar la inolvidable melodía de “Stop Me If You Think You've Heard This One Before”, el trágico y sumamente emotivo desarrollo de “Last Night I Dreamt That Somebody Love Me” (en una palabra, la “I Know It's Over” del disco) y el cierre, de una belleza frágil y casi inverosímil, de la mano de la fugaz “I Won't Share You”. “Paint a Vulgar Picture”, por su parte, cuenta con una inteligente letra que ironiza sobre las innumerables reediciones de canciones que fraguan las compañías discográficas en generoso interés del arte y la difusión de la cultura, además de uno de los mejores solos de guitarra de Marr con la banda, y “Girlfriend in a Coma” es un pegadizo single cuya agria letra contrasta con una base musical alegre y despreocupada. “Unhappy Birthday” y “Death at One's Elbow”, finalmente, son los números que menos destacan, pero ambos son competentes y agradables y no desentonan entre las excelentes canciones que las rodean.

Cuando no quedan más cosas por decir, lo razonable es cortar por lo sano y detener el flujo de la expresión antes de que comiencen a dejarse ver las palabras superfluas. En este caso, sólo resta dejar aquí asentada la absoluta y categórica genialidad de Strangeways, Here We Come. Distinto a sus predecesores, pero conservando la identidad de la banda intacta; heterogéneo y caótico, pero sólido y cohesivo, mordaz y exultante, luminoso y profundo, maduro y sombrío, el último álbum de estudio de los Smiths representa la cuarta prueba irrebatible de la grandeza e importancia del conjunto inglés. Ya ven, humano soy, y como tal soy también pasible de ceder en casos que lo ameritan a los ciegos y anticientíficos impulsos de la pasión. Éste es uno de esos casos: no me queda, pues, sino alinearme decidido junto a los amantes declarados del inmenso Strangeways.