9 de julio de 2009

Las sombras de Poe

Que procedas del cielo o del infierno, qué importa,
¡Oh, Belleza! ¡monstruo enorme, horroroso, ingenuo!
Si tu mirada, tu sonrisa, tu pie me abren la puerta
De un infinito que amo y jamás he conocido.

Charles Baudelaire


Tal vez el rasgo de la obra de Edgar Allan Poe (Boston, 1809 - Baltimore, 1849) que presenta más interés al público lector del siglo XXI sea su incansable y aguda exploración de la psicología humana, de sus profundidades más subterráneas e inconfesables, de todo aquello, oscuro y perverso, que subyace al mundo racionalmente organizado que el hombre se crea para sí mismo, con el objetivo desesperado de ocultarse a la vista los furtivos elementos de su existencia que no encajan en este meticuloso esquema. Sus cuentos y poemas indagan, con una fortuna de que pocos pueden vanagloriarse, en este mundo inconsciente de fantasmas y sombras, acercándolas a la luz y desnudándolas frente al lector: de este modo, Poe lo ubica, desamparado, cara a cara con sus propios demonios.
Este afán de iluminar, de desocultar, de enfocar lo soslayado y apartado de la vida cotidiana, es puesto en juego en la convicción de que no es posible alcanzar el máximo grado de belleza en el arte sin un componente de extrañeza, y esto llevó a Poe a sumergirse, en gran parte de su obra, en el género fantástico, lo que le permitió tomar y combinar con considerable libertad los materiales que tenía a su disposición para la composición de sus cuentos, sin necesidad de sujetarse a las severas restricciones que la verosimilitud impone a los hechos exhibidos, lo cual habría resultado, acaso, en un empobrecimiento de su efecto.
El mundo físico que presenta Poe en su obra se comprueba inescindible de sus temáticas: en la construcción de sus escenarios, el escritor estadounidense se apropia de elementos de la tradición gótica, tiñéndolos de su propia visión artística y añadiendo componentes grotescos (es decir, que combinan de forma caótica elementos de varios planos disímiles, a veces presentando la figura humana de forma burlesca, antinatural), para conseguir un grado supremo de expresividad del ambiente, en el que se conjugan los célebres castillos en ruinas, los sombríos paisajes crepusculares de árboles marchitos y aguas estancadas, los recónditos pasillos medievales; y moviéndose en esos tétricos espacios, la galería de personajes aristocráticos desencantados de la vida, signados por la desgracia y la desesperación, a veces carcomidos por el deseo de venganza, otras, vencidos por la culpa o el horror. Esta impresionante ambientación, llevada a cabo con maestría inusual, retrata a la perfección el mundo de ambigüedad y terror, que se ubica entre el sueño y la vigilia, a medio camino entre la cordura y la locura, en el abismo entre la vida y la muerte, que Poe pretende desentrañar.
En sus cuentos fantásticos (la especificación es válida, puesto que Poe ha también incurrido en la cuentística de raciocinio, fundando el género policial clásico con el relato “Los crímenes de la calle Morgue” y su detective aficionado Auguste Dupin, que tendría ilustres seguidores, notablemente Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes) son temas recurrentes el estado de muerte en vida, la deshumanización del hombre, la pérdida del ser amado y la locura como circunstancia incipiente en todos los hombres. En “La caída de la casa de Usher”, una hermana enterrada viva, símbolo quizás del inconsciente sepultado por la conciencia, vuelve de la muerte para traer la ruina y el horror; en “William Wilson”, el narrador es hostigado a lo largo de toda su vida por un personaje, como una sombra punitiva, que, como se revela al final, no es sino su doble exacto, acaso él mismo, y a quien, en su exacerbación, asesina, para caer también él en la perdición; en “Ligeia”, la amada muerta del narrador se sobrepone a su destino fatal para reencarnarse en el cuerpo de la nueva esposa; en “El corazón delator”, los fantasmas del homicidio se vuelven insoportables al perpetrador del crimen y lo inducen a una desesperación que lo lleva a delatarse a sí mismo.
Observamos, pues, en estos escuetos ejemplos, la obsesión de Poe por acciones extraordinarias, ejecutadas por personajes sombríos, en situaciones límite, bajo el embotamiento de emociones desmedidas, atormentados por la culpa, la demencia o el amor perdido. A través de elementos tan poco visitados por la literatura de su siglo, eminentemente realista, Poe supo capturar todo lo que de irracional y tenebroso tienen la mente y el alma humanas, y tuvo decididamente un ascendiente fundamental para gran parte de la creación artística de su época y la subsiguiente: autores tan disímiles como el francés Charles Baudelaire y el argentino Jorge Luis Borges lo citan entre sus influencias, y es fácil adivinar que, sin la descarnada y original exposición que realizó el escritor estadounidense de los umbríos mundos despreciados por el costado racional de la mente, otro habría sido el destino de gran parte de la literatura posterior (basta pensar en géneros como la ciencia ficción), e incluso de disciplinas externas al ámbito literario, como el psicoanálisis. No es ocioso alegar, en efecto, que antes de su formulación discursiva por Sigmund Freud, los cuentos y poemas de Poe, a su modo, habían ya vislumbrado las escarpadas complejidades del inconsciente humano.

28 de abril de 2009

Segundo intento


UN MOMENTO



Everybody’s making love or else expecting rain
And the Good Samaritan, he’s dressing
He’s getting ready for the show
He’s going to the carnival tonight
On Desolation Row

Bob Dylan


El crepúsculo que siguió (¿o precedió? ¡Tiempo, invento tan confuso, tan vago y artificial concepto!) al día de la rutinaria tragedia se agazapaba por entre las opacas barras de una cortina desvaída mientras Eunice quedaba indefinidamente arrellanada sobre una silla de frío acero, con la mirada fija y pletórica de decisión, pero desorientada, como escudriñando el paisaje en busca de un objeto que acaparase su ávida atención. El panorama que se le entregaba sumiso no exhibía ningún rasgo plausible de desesperación o tristeza; su alma no estaba apagada, sino sólo rendida. Sus pálidas manos no temblaban; su expresión no estaba crispada; su postura, aunque hablaba de cierta afectación, no carecía de calma altivez. La última luz del sol imprimía tonos melancólicos, ya sombríos, ya dotados de un plácido resplandor, a todo aquello en lo que se posaba. Las nubes, que amenazaban deshacerse ante la influencia del viento y el reflejo celeste, parecían detenidas en la contemplación del incierto espectáculo que se desenvolvía –que se estancaba– debajo de sus precarias formas. La escena recordaba a la quietud misteriosa de un lago ensombrecido por algún árbol de contemplativa lobreguez.
¡Quién pudiera penetrar la más honda intimidad de aquel instante! Todo era incertidumbre: la escena se debatía incesante y monótonamente al filo de un abismo desconocido y pertenecía, acaso, al dominio de los márgenes, del límite irresoluto entre campos opuestos o correlativos (no es más que una tribulación del raciocinio pretender una escisión definitiva entre estos conceptos). El momento en su inmensa y dudosa totalidad metaforizaba con ominosa fidelidad el postulado de quienes niegan la esencia y proclaman la diferencia como motor del indeciso tejido de indeterminaciones y formas vagas que constituye lo que algunos necios o ingenuos incurables han llamado realidad.
Eunice, inmóvil silueta, redoma de emociones contenidas, no era sino un delicado e ínfimo detalle en la implacable vastedad de aquella pintura. Sus evocaciones de las horas pasadas surgían como de un ensueño, y sin embargo se revelaban de materialidad casi más sólida en el gris ambiente que los rasgos ingrávidos de la joven. Recuerdos florecían de caprichosas figuras colgadas, de amplios pastizales de un marrón otoñal, de ambulancias que escapaban de un temor sordo, de carnavales estridentes, de motines y marineros, de vacíos adoquines carcomidos por incesantes susurros, de un sosiego y una inquietud vacilante pero perpetua. Alrededor de Eunice, los objetos adquirían, asimismo, la naturaleza volátil que pertenece a la memoria y los sueños.
¿Era calma? ¿Era espantosa agitación? ¿Era acaso niebla lo que velaba a Eunice las impresiones de sus sentidos? Su humanidad se insensibilizaba como consecuencia del efecto inexpresable que conjuraba la sutil sombra de un momento que era vacilación, que era orfandad de sentido. El sonido estaba apagado. La luz crepuscular se atenuaba y parecía emprender una impasible retirada, pero la ciega confusión de la penumbra no aparentaba ganar terreno. Sólo la indefinición elevaba su difuso estandarte.
Entonces, en algún momento (si anterior o posterior, corresponde al terreno de la conjetura), cuando el horizonte vespertino se tornaba borroso y ansiaba emular la iridiscencia del agua tornasolada, una cuerda vibró, una ráfaga sopló, una hoja cayó y un dedo de la pálida mano se movió. La ventana detrás de la dudosa figura reflejaba una sombra. Alguien –si aún era alguien– suspiró veintidós años.
La mano se tomó de la baranda con una convulsión, pensando en un dios o una culpa, y el suspiro se precipitó levemente al vacío.

12 de enero de 2009

Baratija

Extracto de "Boludeo en compus ajenas" (2007), en Lo que es estar al pedo, Tomo II, Ed. Waterloo Afternoon, Buenos Aires.


¿Quién sino Dios tiene potestad para el establecimiento del ser o no ser de algo? Establecer es definir una esencia, determinar una existencia y distinguir un atributo. Aun la oscuridad retraída en el interior de una caverna se conserva a sí misma.
Y sin embargo, Dios no brinda su mecenazgo a cada mutación, cada decisión, cada cambio de ruta, cada eterna caída en el abismo de la libertad. Pues no es otra cosa que esa irreductible desprotección lo que nos permite decidir ser quienes somos: estiramos los brazos y las piernas, forzamos la vista al límite de sus capacidades y penetramos todo cuanto es capaz nuestra alma, pero al final todo es vacío.
Dios es Todo, pero, a la inversa, todo es Dios. El feroz vacío que se cierne sobre nosotros no es en realidad vacío; al menos, no lo es más de lo que tú o yo somos vacío. Recuerda: la iluminación de la gracia instiga al ser a ser como es, y mantiene al no ser en el terreno del no ser. La inefable desprotección que mencionas no es sino el más grandioso de los cobijos.
En este punto, hay que separar las concepciones que guardamos de Dios. Mi Dios no da órdenes sino pautas; no empuja a sus hijos a su destino, los guía hacia las encrucijadas. Así enseña, y así también Él mismo aprende. Porque yo no comulgo con la ridícula caricatura que algunos sostienen de Dios, según la cual Él, desde su trono divino, actúa como severo Juez que castiga la más mínima desviación del camino prescripto. No, porque no existe tal camino. Existe, más bien, una infinidad de puntos siempre confluyentes y siempre disgregados, que cada uno recorrerá hasta formar el complejo entramado de la vida.
Tu Dios es demasiado débil y vago, demasiado difuso, demasiado humano para ser Dios. El concepto de Dios encierra más cosas de las que tal vez ni siquiera podamos soñar con abarcar haciendo uso de nuestro limitado espíritu; pese a ello, veo claro que a él pertenecen la Suprema Autoridad, en tanto Creador del Universo, y la Sabiduría Infalible, en tanto Mente Eterna a la que todo vuelve. ¿No es aún transparente mi decir? Pues escucha: existe un camino, amigo, y Dios es quien lo traza.
Te ruego que velemos, como si de un precioso tesoro se tratase, porque nos dirijamos sin obstáculos ni desvíos al punto que nos concierne. ¿Cuál es la manera indicada? Aquella que cada individuo elige, en determinada situación, bajo diferentes estímulos, con ciertas restricciones, seguramente guiado por algún interés y sin duda oprimido por su inseguridad. Y esa manera indicada será, o no, la más propicia acorde a las circunstancias que acabo de mencionar, pero habrá sido decidida por el individuo, haciendo pleno uso del divino don del libre albedrío, y él será el pleno responsable de las consecuencias de su decisión.
¡Oh, infame soberbia! ¡Oh, mortal azote del hombre, serás su ruina y perdición! ¿Pretendes, pues, ser responsable de algo tan inasible como las consecuencias de un acto humano? Sabes tan bien como yo que la realidad es infinitamente más ininteligible que eso. Supuesto que eres tú quien toma la decisión y escoge el camino a seguir, ¿quién es el verdadero autor de aquello que antecede y sigue a esa decisión? En esas condiciones, ¿puede decirse que cada individuo está detrás de su decisión? A mi entender, el ínfimo individuo no es más que un punto perdido en la extensa y confusa representación artística que es el mundo.
¡Basta ya!, acabemos la discusión de una vez. Conformémonos, por el momento, con seguir adquiriendo la banal sapiencia que nos regala el maravilloso artefacto que tenemos frente a nosotros. Los comerciales casi terminaron.



Videillos para la ocasión: primero, "Dear God" de XTC; después, "My God" de Jethro Tull. No se los tomen muy en serio tampoco.